Fecha de recepción: 19 Mayo 2016
Fecha de aceptación: 15 Julio 2016
Fecha de publicación: 01 Septiembre 2016
M. García-Cortés
Hospital Universitario Virgen de la Victoria. Málaga.
Y. González-Amores
Hospital Punta De Europa, Campo de Gibraltar.
A. Ortega-Alonso
E. Romero-Pérez
C. Lara-Romero
La cirrosis hepática es la consecuencia final de muchas enfermedades hepáticas crónicas donde se pueden producir cambios farmacocinéticos y farmacodinámicos cuyo conocimiento es indispensable a la hora de prescribir medicamentos en esta población con el objetivo de disminuir los efectos adversos y evitar la infradosificación. No existe una clara correlación entre ningún parámetro analítico y la función metabólica hepática, lo que hace imposible que se puedan dar pautas específicas de dosificación. Como norma general, no hay mayor riesgo de hepatotoxicidad en la enfermedad hepática crónica avanzada para la mayoría de los fármacos salvo algunas excepciones. Sin embargo, el diagnóstico de toxicidad por fármacos en estos pacientes es más complejo y comporta mayor gravedad. En esta revisión se pretende actualizar los conocimientos en el campo de la prescripción de los fármacos más utilizados en los pacientes con cirrosis hepática.
Palabras clave: Cirrosis, enfermedad hepática avanzada, prescripción de fármacos, hepatotoxicidad, farmacocinética.
Liver cirrhosis is the last step of a variety of chronic liver diseases where pharmacodynamic and pharmacokinetic changes of drug metabolism may occur. Since no specific biomarker or diagnostic method exists for the evaluation of the metabolic liver function, the knowledge of these changes is essential when prescribing drugs in these patients in order to prevent adverse effects. An increased risk of drug induced liver injury in chronic liver disease has been identified only for a number of drugs. However, hepatotoxicity may be difficult to diagnose, and it can have a worse outcome when it occurs in cirrhotic patients. The aim of this review is to characterize and update prescribing patterns and main metabolic characteristics of drugs in liver cirrhosis.
Keywords: Cirrhosis, Advanced Chronic liver disease, drug prescription, drug induced liver injury, DILI, pharmacokinetics.
CORRESPONDENCIA
Miren García Cortés
mirengar1@hotmail.com
La cirrosis hepática se define como la pérdida de la arquitectura normal del hígado que puede derivar en la disminución progresiva de sus funciones, entre las cuales se encuentra el metabolismo de fármacos y sustancias xenobióticas. Por lo tanto, es imprescindible conocer las propiedades farmacocinéticas y farmacodinámicas de los distintos medicamentos con el fin de aumentar su eficacia y minimizar el riesgo de desarrollar efectos adversos en los pacientes con enfermedad hepática crónica avanzada. Además, el manejo inadecuado de los fármacos en la enfermedad hepática avanzada también puede conducir a la infradosificación con el consiguiente tratamiento inadecuado de la enfermedad para la que se prescribe o aumentar la posibilidad de interacciones con otros medicamentos (Figura 1).
Existen pocos estudios publicados que analicen los patrones de prescripción de medicamentos en los pacientes con enfermedad hepática avanzada[1]. Un estudio multicéntrico prospectivo realizado en 25 hospitales españoles analizó la prescripción de fármacos para el tratamiento de las complicaciones de la cirrosis y de las comorbilidades asociadas más frecuentes[2], [3]. Se incluyeron en el estudio pacientes ingresados en los Servicios de Digestivo y Hepatología en 5 días índice entre enero y junio de 1999. Se incluyeron 568 pacientes y se recogieron los datos clínicos, epidemiológicos y farmacológicos al ingreso, durante el ingreso y al alta. En este estudio se obtuvieron observaciones interesantes, como la presencia de una actitud conservadora con tendencia a la infradosificación de los medicamentos. Además, se apreció una amplia variabilidad en los patrones de prescripción entre las distintas comunidades autónomas donde se realizó el estudio, con una notable utilización de algunos fármacos como la vitamina K y los inhibidores de la bomba de protones (IBP). Como era de esperar, los diuréticos fueron los fármacos más utilizados en los pacientes cirróticos con ascitis (58% al ingreso hospitalario). Las patologías asociadas más frecuentes en estos pacientes fueron la Diabetes Mellitus (DM) en un 30%, infecciones en un 24%, enfermedad cardiovascular en el 20% y el alcoholismo activo en el 15% de los casos. Curiosamente, entre los fármacos indicados para estas comorbilidades estaban los inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina (IECA) para el tratamiento de la hipertensión arterial (HTA), la amoxicilina-ácido clavulánico para las infecciones o el clormetiazol para el control del síndrome de abstinencia, los cuales no parecen ser los más adecuados en estos pacientes.
Un estudio retrospectivo más reciente llevado a cabo en Suiza, donde se incluyeron 400 pacientes cirróticos hospitalizados, donde el alcohol era la causa de la enfermedad hepática en más de dos tercios de los pacientes, describía una media de 6 comorbilidades, con una media de 5 fármacos prescritos por paciente y un 28% de efectos adversos[4]. Además, se detectaron un 21.5% de interacciones, parte de las cuales eran causa de desarrollo de efectos adversos.
El metabolismo de los fármacos depende de las características de los mismos, factores propios del sujeto y de factores ambientales. El aclaramiento hepático de los fármacos depende de la eficacia de las enzimas metabólicas, el aclaramiento intrínseco, el flujo portal y la unión a proteínas plasmáticas. Por lo tanto, la enfermedad hepática avanzada puede producir alteraciones de las propiedades farmacodinámicas y farmacocinéticas de los medicamentos.
Los cambios farmacodinámicos se producen por una respuesta anormal del organismo a los fármacos. Estas alteraciones pueden ser clínicamente relevantes con ciertos medicamentos como los opiáceos, algunas benzodiacepinas, los hipnóticos y los ansiolíticos por el riesgo de desarrollo o empeoramiento de encefalopatía hepática. Por otro lado, los fármacos vasoconstrictores, los antiinflamatorios no esteroideos (AINEs) y los diuréticos pueden aumentar el riesgo de disfunción renal[5].Aunque el metabolismo hepático de la furosemida no se altera significativamente en la cirrosis, es menos eficaz en los pacientes con ascitis debido a una menor sensibilidad del asa de Henle al efecto diurético en pacientes cirróticos[6]. Los AINEs deben evitarse en los pacientes cirróticos, especialmente en aquellos con retención hidrosalina, debido a que inhiben la síntesis de prostaglandinas renales (esenciales para el mantenimiento de la perfusión renal disminuida por la activación de los sistemas vasoconstrictores) y pueden precipitar una insuficiencia renal. De igual modo, el riesgo de necrosis tubular renal asociado al uso de aminoglucósidos se incrementa en pacientes con cirrosis hepática descompensada y en pacientes con ictericia obstructiva extrahepática, en relación directa con el valor de bilirrubina sérica[7].
Los cambios farmacocinéticos en los pacientes con enfermedad hepática avanzada pueden producirse por la alteración de distintas fases del metabolismo de los fármacos: alteración en la absorción de los medicamentos, la distribución, el metabolismo y la eliminación de los mismos[8] (Tabla 1). En primer lugar, puede verse alterada la absorción de los medicamentos tanto por alteraciones en la motilidad, como debido al aumento de la permeabilidad de intestinal. En segundo lugar, se produce una disminución en la función y expresión de enzimas metabólicas hepáticas. Además el aumento de colaterales y shunts porto-sistémicos reduce el metabolismo de primer paso hepático, lo que compromete especialmente el metabolismo de los fármacos que sufren alto metabolismo de primer paso, con el consiguiente aumento de su biodisponibilidad oral. En tercer lugar, la disminución de la síntesis de proteínas en el hígado reduce la distribución de los fármacos con alta unión a proteínas produciendo un aumento en la fracción libre de estos fármacos. Por último, se puede comprometer tanto la eliminación de los fármacos de excreción biliar cuando esta está reducida, como la eliminación de los fármacos de excreción renal cuando la enfermedad hepática se asocia a disfunción renal.
Desgraciadamente, a diferencia de lo que ocurre con el aclaramiento de creatinina en la enfermedad renal crónica, no existen pruebas que determinen exactamente el grado de deterioro de la función metabólica del hígado y por lo tanto no se pueden dar recomendaciones generales sobre la utilización o dosificación de medicamentos en los pacientes con enfermedad hepática avanzada[9]. Aunque existe acuerdo general sobre los fármacos que se deben evitar en estos pacientes, no existen guías de práctica clínica sobre la prescripción de medicamentos en este ámbito. Una práctica habitual es la aplicación de métodos pronósticos de la enfermedad como la clasificación de Child-Pugh, sin embargo, dichos métodos no reflejan de forma exacta la función metabólica del hígado. Por otro lado, existen recomendaciones generales de prescripción basadas en la clasificación metabólica de los fármacos: es decir, dependiendo del grado de extracción hepática de primer paso, del grado del metabolismo hepático y del grado de fijación a proteínas[10]. Finalmente, recientemente se ha desarrollado un método basado en la revisión de la ficha técnica, de las bases de datos farmacéuticas y artículos de revisión de cada medicamento con el fin de determinar los fármacos que se debían evitar o administrarse con precaución en los pacientes con disfunción hepática[11]. Mediante este método los autores elaboran un listado de medicamentos con las recomendaciones sobre su manejo en los pacientes con enfermedad hepática que se puede consultar. Sin embargo, estas recomendaciones no han sido incorporadas a la práctica clínica diaria.
La primera pregunta que nos hacemos y nos hacen a los especialistas de Aparato Digestivo y de Hepatología es si existe mayor riesgo de hepatotoxicidad por medicamentos en los pacientes con enfermedad hepática crónica. Esta cuestión ha sido ampliamente debatida durante años y la respuesta es no para la mayoría de medicamentos. Sin embargo, todavía prevalece el miedo a la prescripción de ciertos fármacos en los pacientes con cirrosis. Un ejemplo claro es la tendencia a la no prescripción de paracetamol o estatinas a estos pacientes por parte de algunos colectivos médicos como atención primaria a pesar de haberse demostrado la ausencia de mayor riesgo de hepatotoxicidad en estos pacientes[12], [13].
Los fármacos que sí han demostrado un aumento de riesgo de toxicidad hepática en pacientes con enfermedades hepáticas son los siguientes: los antituberculosos (rifampicina, isoniazida y piracinamida) y los tratamientos antirretrovirales de gran actividad (TARGA) en pacientes con hepatitis crónicas virales; el metimazol, el metotrexate, la nefazodona, el propoxifeno, la rifampicina en la colangitis biliar primaria, el ácido valproico y la vitamina A en la hepatopatía alcohólica[1], [5], [13]-[20] (Tabla 2). Por último, se ha descrito un mayor riesgo de desarrollar una enfermedad veno-oclusiva hepática secundaria al tratamiento mieloablativo en pacientes con hepatitis crónica C[21].
[i] Abreviaturas: TARGA: tratamiento antiviral de gran actividad; VHB: virus de la hepatitis B; VHC: Virus de la hepatitis C; VIH: virus de la inmunodeficiencia humana.
En cualquier caso, lo que sí es importante tener en cuenta es que un episodio de hepatotoxicidad en pacientes con enfermedad hepática puede producir mayor gravedad del cuadro, especialmente en los casos de enfermedad avanzada. Además, el diagnóstico de hepatotoxicidad es más difícil ya que se puede confundir con una descompensación de la enfermedad de base[22].
El dolor es un síntoma frecuente en los pacientes con cirrosis hepática cuyo tratamiento sigue siendo un reto y que en ocasiones resulta inadecuado. La mayoría de los fármacos analgésicos son metabolizados en el hígado, por lo que estos pacientes son susceptibles de sufrir complicaciones, con frecuencia graves y pueden comprometer la vida del paciente, como la encefalopatía hepática, el sangrado gastrointestinal o la insuficiencia renal.
Varios factores influyen en la dificultad del tratamiento del dolor en estos enfermos. En primer lugar, tal y como se ha mencionado previamente, no existe una relación directa entre las pruebas de función hepática disponibles en la práctica clínica y la afectación de la función metabólica hepática. Por otro lado, la complejidad en el manejo de estos pacientes y la frecuente asociación a alteraciones en otros órganos como el riñón reduce las posibilidades terapéuticas y aumenta el riesgo de complicaciones. Por último, probablemente la causa más común de tratamiento inadecuado se deba al miedo, inexperiencia o falta de conocimientos por parte del personal médico.
En el estudio español para la valoración de la prescripción en los pacientes cirróticos, el analgésico más prescrito fue el paracetamol seguido del metamizol[3]. Los fármacos opioides fueron poco indicados. Se observó que la mayoría de los pacientes que tenían prescrito AINEs al ingreso, al alta eran retirados.
En una encuesta realizada en cuatro áreas de salud de EE.UU. los internistas y los médicos generalistas desaconsejaban más el uso de paracetamol que de AINEs en pacientes con enfermedad hepática crónica. Los especialistas mostraban una actitud contraria[13].
Lo primero que se debe realizar en la valoración del dolor es su clasificación temporal en agudo o crónico y determinar el origen del mismo para dividirlo en nociceptivo o neuropático, ya que el esquema terapéutico puede variar. Además, se debe determinar si es posible tratar el origen del dolor o si las medidas locales (tratamiento tópico) pueden evitar la necesidad de tratamiento farmacológico general[23].
El paracetamol (acetaminofen) es un fármaco analgésico y antipirético bien tolerado a dosis terapéuticas, el de mayor perfil de seguridad y por lo tanto el más ampliamente utilizado en pacientes de mayor edad y en pacientes con insuficiencia renal crónica. Su metabolismo principal es por glucuronoconjugación en reacciones de fase I, vía metabólica que se conoce preservada incluso en la enfermedad hepática avanzada[5]. Sin embargo, parte de este fármaco es metabolizado por el sistema enzimático del citocromo P450 generando metabolitos reactivos tóxicos (benzoquinonas), que posteriormente se metabolizan a metabolitos no tóxicos mediante conjugación con el glutatión. Por lo tanto, el paracetamol puede producir hepatotoxicidad de tipo intrínseco por sobredosificación. La presencia de una enfermedad hepática de base no parece aumentar el riesgo de dicha complicación aunque se han descrito casos de toxicidad a dosis terapéutica en pacientes con enfermedad hepática crónica. Pero sí se ha demostrado que el etilismo activo favorece el desarrollo de esta complicación, ya que la inducción del citocromo y la depleción de glutatión hace que aumenten los metabolitos tóxicos y consecuentemente el riesgo de toxicidad hepática con menor dosis de fármaco. De esta forma, la dosis máxima permitida en personas adultas es de 4 gramos al día, en enfermedad hepática avanzada 2-3 g/día y de 2 gramos al día en pacientes con alcoholismo (especialmente crónico)[5], [24]. En el estudio realizado en nuestro país se vio que el 37.5% de los pacientes etílicos tomaban paracetamol a demanda sin control de dosis y que 1 de cada 10 superaban la dosis máxima de seguridad[3].Curiosamente, el paracetamol era prescrito a dosis reducidas en pacientes con enfermedad hepática independientemente de la etiología de la enfermedad.
Los AINEs son inhibidores de la enzima ciclooxigenasa (COX), y por tanto impiden la conversión del ácido araquidónico en prostaglandinas (PG) y tromboxanos. Son metabolizados fundamentalmente por el citocromo P450 y tienen amplia unión a proteínas plasmáticas, lo que condiciona un aumento de los niveles séricos en los pacientes con enfermedad hepática avanzada[25].Estos compuestos pueden empeorar la retención salina e inhibir el efecto vasodilatador de las PG sobre las arterias renales, por lo que pueden producir una disfunción renal en los pacientes con cirrosis. En un estudio prospectivo reciente donde se incluyeron 30 pacientes con insuficiencia renal aguda secundaria a AINEs en pacientes con cirrosis hepática, se apreció que más de un tercio de los pacientes desarrollaban una disfunción renal persistente, lo que suponía un factor de riesgo independiente de mortalidad en comparación con los pacientes con insuficiencia renal transitoria[26]. Otros efectos adversos de los AINEs son la trombopenia y sangrado gastrointestinal, complicación de mayor riesgo en pacientes cirróticos con hipertensión portal, varices y gastropatía. Por tanto, estos fármacos están contraindicados en los pacientes con enfermedad hepática crónica.
Los inhibidores selectivos de la COX-2 tienen menos efectos adversos gastrointestinales pero no están exentos de efectos adversos a nivel cardiovascular y renal. Aunque no existe información sobre los efectos de estos antiinflamatorios en pacientes con cirrosis y ascitis, estos fármacos reducen la perfusión renal en voluntarios con depleción de sal y por lo tanto se recomienda restringir su administración en pacientes con enfermedad hepática avanzada[27].
El metamizol (dipirona) es un fármaco antipirético y analgésico ampliamente utilizado en algunos países como el nuestro y con gran aceptación en la especialidad de gastroenterología por carecer de los efectos gastrointestinales de los AINEs. Sin embargo, al igual que estos últimos, el metamizol es un inhibidor de las PG y por lo tanto no carece de riesgo de disfunción renal en pacientes con cirrosis hepática y por eso están contraindicados en estos pacientes[23]. Otros eventos adversos que hacen que este fármaco no esté comercializado en algunos países son el riesgo de agranulocitosis y de aplasia de médula ósea.
En cuanto a los derivados mórficos, los niños, los ancianos y los pacientes con insuficiencia renal o hepática tienen un perfil farmacocinético especial que hay que tener en cuenta para maximizar la eficacia analgésica de estos fármacos con menor riesgo de efectos adversos. La mayoría de los mórficos se metabolizan en el hígado, por lo que cuando la función hepática está comprometida existe una aumento de la vida media de los mismos y su acumulación plasmática condiciona un aumento de sus efectos adversos, como la sedación, el estreñimiento o la aparición o empeoramiento de encefalopatía hepática. Se deben evitar en general los mórficos que sean profármacos como la oxicodona, meperidina, codeína o la hidrocodona[23]. Se recomienda utilizar preferentemente tramadol, fentanilo o hidromorfona.
Otros fármacos que se utilizan para el tratamiento del dolor son los anticonvulsivantes. La gabapentina, la pregabalina, el topiramato y la lamotrigina son fármacos en general seguros en pacientes con cirrosis, ya que no tienen metabolismo hepático ni alta unión a proteínas plasmáticas, sin embargo se debe tener precaución en pacientes con disfunción renal debido a su eliminación por esta vía[23]. Otros fármacos como la fenitoína, la carbamacepina o el ácido valproico se deben evitar en pacientes con enfermedad hepática avanzada. Por último, los antidepresivos que se tratarán con detenimiento más adelante, también se utilizan en el tratamiento del dolor.
En resumen, para tratar el dolor en pacientes con cirrosis hepática, el paracetamol es el fármaco de primera elección, ajustando la dosis especialmente en pacientes con alcoholismo. Se recomienda evitar el uso de AINEs y de metamizol. Para el tratamiento del dolor refractario, se puede utilizar el tramadol. Para el dolor severo no respondedor a las medidas previas se recomiendan los derivados opioides como el fentanilo o la hidromorfona, aunque debido al riesgo de desarrollo o empeoramiento de la encefalopatía hepática se debe realizar un estrecho seguimiento del paciente durante su administración para ajustes de la dosificación[1], [23]. Para el dolor de tipo neuropático los fármacos indicados son la gabapentina o la pregabalina. En la Figura 2 se propone un esquema de tratamiento del dolor en los pacientes con enfermedad hepática avanzada.
Existe una tendencia generalizada a utilizar los fármacos antisecretores gástricos como "protectores", especialmente los IBP. Se ha descrito una mayor prevalencia de úlcera péptica y de sus complicaciones en pacientes con cirrosis en comparación a la población general, con una cicatrización más lenta y mayor tendencia a la recidiva[28]. Sin embargo, estos fármacos no han demostrado eficacia en la prevención o el tratamiento de la hemorragia digestiva alta secundaria a hipertensión portal fuera del episodio agudo, o en la profilaxis o tratamiento a largo plazo de las úlceras tras escleroterapia o ligadura con bandas. Es más, se ha descrito una indicación inapropiada de estos fármacos en el 42-81% de los pacientes con cirrosis hepática[29]-[31]. Lo que preocupa no es sólo la prescripción inadecuada y extendida de estos medicamentos, sino la evidencia de la posibilidad de efectos adversos en algunos casos graves que se pueden derivar de dicha prescripción.
En los pacientes con cirrosis hepática se ha descrito un aumento del riesgo de infecciones, ya que mediante la supresión ácida aumenta la colonización bacteriana entérica y se facilita la traslocación bacteriana por un aumento de la permeabilidad intestinal. En una revisión sistemática con meta-análisis se comprobó que los IBPs incrementaban casi 3 veces el riesgo de peritonitis bacteriana espontanea en pacientes con cirrosis y ascitis (OR 2.77, IC 95%)[32]. En un estudio más reciente de caso-control realizado en Taiwan, con una Cohorte de 480000 pacientes, de los cuales 86458 tenían diagnóstico de cirrosis, 947 casos desarrollaron PBE, el riesgo relativo de desarrollo de esta complicación era mayor con la ingesta reciente de IBP, además también estaba aumentado el riesgo cuando se prescribían otros antisecretores no IBP[33]. Sin embargo, una revisión más actualizada donde se incluyen estudios recientes de mayor calidad incluyendo estudios de cohortes, pone en duda dicha afirmación indicando que no existe aumento de incidencia de PBE ni de mortalidad en pacientes con cirrosis y tratamiento con IBP[34]. Por lo tanto, para aclarar esta controversia se precisa de la realización de estudios prospectivos bien diseñados que puedan aclarar este punto.
La toma de los IBP también se ha relacionado con un aumento en la incidencia de infección por clostridium difficile, una infección de elevada mortalidad en pacientes con cirrosis hepática[35]. De hecho, en un estudio caso-control el uso previo de IBPs era el factor de riesgo de mayor peso en el estudio multivariante [OR = 37,6 (IC 95% 6,22-227,6), p < 0,0005] superando al consumo intrahospitalario de antibióticos [OR = 11,6 (IC 95%: 2,63-51,05), p < 0,001][36]. Además, se ha asociado el uso de estos medicamentos a un aumento de riesgo de todo tipo de infecciones como demuestra el estudio de Merli y colaboradores, donde se incluyeron 400 pacientes cirróticos hospitalizados consecutivos entre 2008 y 2013. Los medicamentos más prescritos fueron los IBP en el 67% de los pacientes, 59% sin indicación para su prescripción. Los factores de riesgo independientes de infección fueron el estadio C de Child-Pugh (OR 5) y el tratamiento con IBP (OR 2)[37].
Por lo tanto, debido a las controversias que hay en la actualidad y a la espera de estudios multicéntricos prospectivos que aclaren las mismas, se recomienda evitar el uso de medicamentos supresores del ácido gástrico, principalmente los IBP, sin que haya una correcta indicación, especialmente en pacientes cirróticos con ascitis[38].
Como norma general, los antidiabéticos que desciendan la resistencia insulínica y por tanto disminuyan su síntesis tienen un efecto protector; mientras que los fármacos como las sulfonilureas o la propia insulina pueden tener un efecto nocivo[1]. Tradicionalmente se ha evitado el uso de sulfonilureas y biguanidas (como la metformina) en pacientes con enfermedad hepática avanzada, por el temor a hipoglucemias debido a un metabolismo hepático reducido, el riesgo de hepatotoxicidad asociado a estos fármacos o el miedo a la acidosis láctica para la metformina.
Se ha visto que no hay mayor riesgo de hepatotoxicidad por metformina en el paciente con enfermedad hepática avanzada que en la población general, y que la acidosis en el paciente cirrótico está más en relación con los efectos de la encefalopatía o la hipoxemia que con los hipoglucemiantes, por lo que el fármaco es seguro. Además, la mayoría de casos de acidosis láctica en hepatopatía crónica aparecen en pacientes con enolismo activo. No hay razón por tanto para evitar la metformina en pacientes con cirrosis compensada[39]. Además se le atribuye un efecto protector frente al desarrollo de hepatocarcinoma y otros tumores por diferentes mecanismos (forma parte de los tratamientos de factores etiológicos de fibrosis hepática como la esteatohepatitis y el síndrome metabólico, tiene además efectos antioxidantes, antiinflamatorios, inhibición de crecimiento y antiangiogénico), siendo este efecto dosis dependiente[40]. Por otro lado, se ha hipotetizado que el descenso de resistencia insulínica producido por metformina podría ser ventajoso para aumentar la respuesta a tratamientos para VHC[40]. Un reciente estudio ha apuntado que la metformina podría incluso proteger frente al desarrollo de encefalopatía hepática[41].
En cuanto a las sulfonilureas, para evitar hipoglucemias, sería recomendable el uso de fármacos con otras rutas de eliminación o que tengan vida media más corta (glicazida), evitando las de vida media más larga (glibenclamida)[1].Los inhibidores de la glucosidasa como la acarbosa disminuyen la absorción de carbohidratos en el tracto digestivo, reduciendo los picos de glucosa tras las comidas. Pueden producir daño hepático, pero no se ha evaluado si existe un riesgo incrementado en pacientes con enfermedad hepática subyacente[42].
La troglitazona es una tiazolidinodiona indicada en la DM tipo 2 que se ha retirado del mercado por hepatotoxicidad. Para otros fármacos similares como la rosiglitazona (restringido su uso en Europa al incrementar el riesgo de infarto agudo de miocardio) y la pioglitazona, se han reportado casos de daño hepático severo, aunque no han demostrado el mismo grado de toxicidad hepática, no habiendo evidencia firme de que se trate de un efecto de clase[43]-[45]. No obstante, parece prudente aconsejar el uso con precaución de la pioglitazona sobre todo en los pacientes que hayan desarrollado toxicidad por troglitazona en el pasado[46].
Las incretinas (GLP-1 y GIP) son enzimas producidas en el intestino, liberadas tras las comidas y dependientes de las concentraciones séricas de glucosa. Estimulan la producción de insulina por parte de las células β del páncreas. Son degradadas por la enzima dipeptidil peptidasa 4 (DPP-4). Una nueva generación de antidiabéticos ha nacido con esta diana terapéutica con el fin de incrementar la producción de insulina endógena, las terapias basadas en incretinas, bien inhibiendo su degradación (inhibidores de la DPP-4) o actuando como análogos de las mismas. Entre los inhibidores de la DPP-4 se encuentran la sitagliptina, vildagliptina, linagliptina, saxagliptina y la alogliptina. Los análogos de las incretinas son agonistas del receptor del péptido 1 (GLP-1), estimulando así la secreción de insulina en el páncreas. Entre ellas están pramlintide, exenatida, exenatida-LAR, liraglutida y lixisenatida. Se han visto efectivos y seguros para el control de la DM en pacientes con esteatohepatitis (suprimiendo la lipogénesis hepática) y en la hiperglucemia en pacientes infectados por VHC. La DPP-4 parece tener un papel en la activación en el hígado de las células estrelladas, estimulando la fibrogénesis[47]. Los inhibidores de la DPP-4 pueden suprimir la fibrosis hepática además de mejorar la DM. Con los tratamientos basados en incretinas, en comparación con los antidiabéticos tradicionales, se han hecho múltiples evaluaciones sobre su farmacocinética en pacientes con insuficiencia hepática y renal. En general, los cambios en la farmacocinética condicionados por la insuficiencia hepática no son clínicamente relevantes ni comportan la necesidad de un ajuste de dosis, si bien, la falta de estudios sobre su seguridad a largo plazo en pacientes en insuficiencia hepática dicta su uso con precaución, sobre todo en pacientes cirróticos. Se han comunicado pocos casos de hepatotoxicidad por los inhibidores de DPP-4, aunque establecer la relación causal entre fármaco y hepatotoxicidad es difícil dadas las comorbilidades y polimedicación en estos casos[47], [48]. Por otro lado, la excreción renal de la mayoría de estos fármacos hace indispensable el ajuste de dosis según de la función renal, a excepción de linagliptina[48] (Tabla 3).
[i] Abreviaturas: Ci: cirrosis; fcos: fármacos; Vm: vida media; Ci-OH: cirrosis enólica; HCC: hepatocarcinoma; IR: insuficiencia renal; DILI: drug induced liver injury; IAM: infarto agudo de miocardio; ADOS: antidiabéticos orales.
La dislipemia y sus complicaciones cardiovasculares son una patología común. Las estrategias de prevención primaria y secundaria están encaminadas a disminuir el colesterol LDL, colesterol total y triglicéridos e incrementar el colesterol HDL. Los fármacos más utilizados en el tratamiento de las dislipemia son las estatinas. Se han llevado a cabo muchos ensayos clínicos para evaluar estos compuestos en el tratamiento para dislipemias y se ha demostrado un buen perfil de seguridad tanto en fases experimentales como en estudios observacionales post-marketing[49]. Aunque inicialmente existía cierta preocupación a la hora de prescribir estatinas en pacientes con hepatopatía crónica, se ha visto que las estatinas no presentan un riesgo aumentado de toxicidad hepática en pacientes con enfermedad hepática basal, además han demostrado ser útiles en estos pacientes para disminuir el riesgo cardiovascular, como tratamiento para la esteatohepatitis, hepatitis virales e incluso como factor protector contra el hepatocarcinoma. De hecho, actualmente se considera que la monitorización de enzimas hepáticas durante el tratamiento no es coste-efectiva salvo al inicio del tratamiento[39], [50], [51].
Los fibratos mejoran todos los componentes que causan aterogenicidad en la dislipemia, especialmente los triglicéridos. Estos fármacos tienen un metabolismo hepático mediante glucuronoconjugación y se eliminan mediante excreción renal. Se ha visto que estos compuestos mejoran la bioquímica hepática, por eso se ha especulado que puede ser un tratamiento beneficioso en la esteatohepatitis no alcohólica. Su uso en combinación con estatinas es particularmente atractivo para el tratamiento de la dislipemia. Sin embargo, tanto fibratos como estatinas tienen potencial miopático (rabdomiolisis), cuyo riesgo aumenta cuando son usadas en combinación, por lo que el uso concomitante de gemfibrozilo y estatinas está contraindicado. Se han descrito pocos casos de toxicidad hepática por estos fármacos[52].
El ácido nicotínico es especialmente eficaz en aumentar los niveles de HDL. Se ha asociado a daño hepático dosis-dependiente, por lo que no se debe superar la dosis de 3 g/día. Además, se debe utilizar con precaución en pacientes con alcoholismo o enfermedad hepática previa, por lo que se recomienda la monitorización enzimática. Por último, ezetimiba inhibe la absorción intestinal de colesterol. Se han dado casos de hepatitis colestásica y hepatitis autoinmune asociada a su toma, pero no se ha evaluado este riesgo en el contexto de una enfermedad hepática crónica[53] (Tabla 4).
[i] Abreviaturas: LDL: Lipoproteina de baja densidad; HDL: Lipoproteina de alta densidad; TG: triglicéridos; RAMS: reacciones adversas medicamentosas; DILI: drug induced liver injury; CBP: cirrosis biliar primeria; IRC: insuficiencia renal crónica.
La vasodilatación y la hipotensión son los rasgos distintivos del fallo hepático avanzado, por lo que la hipertensión en el paciente con cirrosis normalmente ocurre en pacientes con una función hepática bien preservada. No obstante, cuando los fármacos antihipertensivos se prescriben en pacientes con cirrosis, se debería tener en cuenta que los IECAs y los antagonistas del receptor de la angiotensina II (ARA II) interaccionan en la actividad del sistema renina-angiotensina con un incremento del riesgo no sólo de hipotensión y de fallo renal, sino también de encefalopatía e hipercaliemia, por lo que no parecen una buena elección y no están recomendados en pacientes con cirrosis y ascitis[54], [55]. Es digno de mención que algunos calcioantagonistas pueden incrementar la hipertensión portal y que también pueden tener un aumento del aclaramiento hepático, necesitando por tanto una regulación de la dosis en pacientes con fallo hepático avanzado.
Los betabloqueantes son fármacos utilizados en la hipertensión arterial y por tanto forman parte del arsenal terapéutico del síndrome metabólico que puede desembocar en una cirrosis por esteatohepatitis, con un amplio uso también en patología cardíaca. En el paciente cirrótico se usan los betabloqueantes no selectivos (BBNS) como el propanolol en la profilaxis primaria y secundaria del sangrado variceal. Han demostrado tener tanto beneficios a nivel hemodinámico reduciendo la presión portal disminuyendo el riesgo de HDA por varices, como no hemodinámicos reduciendo el riesgo de peritonitis bacteriana espontanea y la mortalidad no relacionada con hemorragia. Sin embargo, en el estudio publicado por Serste en 2010 se indicaba un aumento de mortalidad en los pacientes con ascitis refractaria tratados con beta-bloqueantes[56]. Hecho que derivó en la "hipótesis de la ventana" donde se aprecia como el beneficio en supervivencia por los betabloqueantes se consigue en un periodo determinado de la enfermedad y a partir de un punto se convierte en perjuicio en la cirrosis terminal[57]. Lo que no está claro es ese punto, ya que estudios posteriores a Serste y colaboradores, han detectado que el aumento de mortalidad se daba sólo en los pacientes con peritonitis bacteriana espontanea (PBE) o incluso que no producían este aumento de mortalidad[58]-[62]. Por estas razones, el consenso de Baveno VI recomienda suspender o reducir la dosis de beta-bloqueantes en pacientes con ascitis refractaria que presenten una Presión arterial sistólica <90mmHg, daño renal agudo o hiponatremia (Na<130mEq/l) hasta disponer de ensayos clínicos aleatorizados[63] (Tabla 5).
[i] Abreviaturas: IECAS: inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina. ARAII: antagonistas de los receptores de la antiotensina II; B-Bloq: betabloqueantes; IH: insuficiencia hepática; HTP: hipertensión portal; HDA-VE: hemorragia digestiva alta secundaria a varices esofágicas; PBE: peritonitis bacteriana espontánea; IRA: insuficiencia renal aguda; TAS: tensión arterial sistólica; Na: sodio plasmático.
Las infecciones bacterianas son muy comunes en el paciente cirrótico y representan una causa importante de ingreso, progresión de fallo hepático, desarrollo de complicaciones y aumento de mortalidad[64]. Por ello, el uso de antibióticos en pacientes con insuficiencia hepática es una situación clínica frecuente, y es fundamental tener en cuenta los cambios en el metabolismo de estos fármacos y su perfil de seguridad para disminuir los efectos adversos de los mismos. Generalmente, los antibióticos son inhibidores de las enzimas microsomales (macrólidos o quinolonas, metronidazol o imidazol) y pueden causar interacciones farmacocinéticas clínicamente significativas cuando se combinan con otros fármacos. Esta indicado extremar las precauciones cuando se usan en combinación con fármacos con un estrecho rango terapéutico, como la warfarina, teofilina, fenitoina y glicósidos digitálicos[65].
La mayoría de los antibióticos betalactámicos se excretan por el riñón, pero hay excepciones como las ureidopenicillinas (como piperacilina) que dependen de la función hepática para su metabolismo, por lo que necesitan ajuste de dosis en pacientes con empeoramiento de su función hepática. Además, algunos antibacterianos de este grupo pueden producir o incrementar la hipoprotrombinemia mediante la inhibición de la síntesis de factores de la coagulación dependientes de vitamina K, especialmente moxalactam y cefamandole. Las cefalosporinas de tercera generación tienen una biotransformación hepática y aclaramiento biliar disminuido aunque también tienen un incremento de su excreción urinaria. Así que solo necesitan un descenso de su dosis en pacientes que tengan simultáneamente empeoramiento de su función hepática y renal. Todavía está bajo debate si el uso de amoxicilina/clavulánico es una terapia de primera elección en el manejo de las infecciones del paciente con cirrosis, pues esta asociación terapéutica es una causa bien conocida de hiperbilirrubinemia colestásica asociada a antibióticos[66]. El riesgo de desarrollo de hepatotoxicidad con la combinación de amoxicilina y clavulánico incrementa de 1 a 1000 en pacientes de mayor edad con exposición repetida, circunstancia que es esperable encontrar con frecuencia entre los pacientes con cirrosis[67]. De hecho, amoxicilina/clavulánico fue el antibiótico más frecuentemente implicado en las reacciones hepáticas reportadas al registro Español de Hepatotoxicidad, siendo la responsable del 55% de las hepatotoxicidades en el grupo de antibacterianos, lo que puede ser fatal en un paciente con cirrosis[22], [68]. Por lo tanto, la prescripción de estos fármacos que ha sido asociada con daño hepático a pacientes con cirrosis hepática continúa siendo controvertida[69].
El tratamiento con aminoglucósidos está contraindicado en cirróticos y en casos en los que la bilirrubina plasmática está por encima de 5 mg/dl por otros motivos, debido a la gran susceptibilidad de desarrollo de nefrotoxicidad y también por el riesgo de colestasis.
Los macrólidos (la eritromicina tiende a acumularse en estos pacientes y tiene un riesgo incrementado de ototoxicidad y eventos adversos psiquiátricos) y otros antibióticos como cloranfenicol, lincomicina, clindamicina y tetraciclinas deben ser evitados en este tipo de pacientes. Además, se debe reducir la dosis de metronidazol a la mitad en pacientes con cirrosis hepática o insuficiencia renal[25].
Las fluorquinolonas son un grupo de antibióticos muy usados en pacientes con hepatopatía crónica, bien para el tratamiento o la profilaxis de PBE. Principalmente se excretan por vía urinaria por lo que no necesitarían ajuste de dosis en enfermedades hepáticas crónicas a menos que existiera empeoramiento de la función renal. Estos fármacos pueden aumentar el intervalo QT, por lo que hay que usarlos con precaución en pacientes cirróticos con TIPS en los que la biodisponibilidad de estos fármacos está aumentada[1].
En cuanto al tratamiento para la tuberculosis (TBC), los fármacos usados son conocidos agentes hepatotóxicos (causan hepatotoxicidad hasta en un 10% de los pacientes tratados), lo que requerirá en muchos casos la suspensión del tratamiento, modificación de dosis o reintroducción secuencial para alcanzar la curación. En pacientes con una función hepática conservada hay más opciones terapéuticas y mejor tolerabilidad al tratamiento, pudiéndose usar la primera línea de tratamiento clásico con una estrecha monitorización hepática, aunque hay autores que recomiendan evitar el uso de pirazinamida o incluso sustituirla por una quinolona. En lugar de quinolona también se puede utilizar un aminoglucósido, pero como se ha mencionado antes, deben ser evitados en pacientes con cirrosis hepática, por lo que las quinolonas parecen una opción más segura. En cambio, en el paciente con cirrosis descompensada, el tratamiento de la TBC supone un reto, pues puede causar hepatotoxicidad, pero una TBC puede progresivamente conducir a una descompensación hepática. De los fármacos con mayor potencia contra la TBC, la isoniazida y la rifampicina, el tratamiento debe al menos contener uno de ellos, generalmente rifampicina al ser menos hepatotóxica que isoniazida, completando el tratamiento con la combinación de otros fármacos más seguros como etambutol, fluorquinolona o llegados a este punto, incluso con aminoglucósidos ante la falta de otras opciones.
En el caso de pacientes con hepatopatía avanzada con datos de fallo hepático o complicación severa, es posible que no se pueda utilizar ni si quiera isoniazida o rifampicina, y en el caso de síndrome hepatorrenal tampoco aminoglucósidos. Las alteraciones neurológicas como la encefalopatía pueden además dificultar o imposibilitar la toma de fármacos por vía oral[25], [70]. (Tabla 6).
[i] Abreviaturas: Vm: vida media; IR: insuficiencia renal; QT: intervalo QT; TIPS: derivación portosistética; IH: insuficiencia hepática; IR: insuficiencia renal; AntiTBC: antituberculosos; EHC: Enfermedad hepática compensada; EHD: Enfermedad hepática descompensada; HTX: Hepatotoxicidad.
El síndrome de abstinencia al alcohol puede ocurrir hasta en un 20% de los pacientes con enolismo hospitalizados, que con frecuencia pueden tener una hepatopatía crónica de base. Es esencial tener en cuenta la presencia de disfunción hepática en estos pacientes, pues el manejo farmacológico de este síndrome puede requerir modificaciones. Las benzodiacepinas son fármacos de primera línea en el tratamiento del síndrome de abstinencia, cuyos síntomas tienen un pico a las 72 horas del último consumo alcohólico, pero puede ser reducida con la medicación adecuada. En los pacientes con alcoholismo y sin daño hepático las benzodiacepinas de acción larga como el diazepam son de elección. Sin embargo, en pacientes con cirrosis y por tanto con metabolismo hepático alterado, la sensibilidad a psicofármacos como los barbitúricos y las benzodiacepinas de larga vida media está aumentada y puede desencadenar encefalopatía hepática. Por lo tanto, el tratamiento de elección del síndrome de abstinencia en pacientes con cirrosis es la terapia con benzodiacepinas con menor vida media, metabolizadas mediante glucuronidación y sin metabolitos intermedios activos, como el lorazepam, oxazepam y bromazepam[71]-[73]. La carbamacepina puede usarse como un tratamiento alternativo, como un anticonvulsivante, y como prevención de los temblores del síndrome de abstinencia. Los betabloqueantes, clonidina y los neurolépticos pueden ser usados como terapia concomitante pero no están recomendados en monoterapial[74].
En el estudio español de Lucena y colaboradores, un hallazgo notable era la práctica de prescribir tiaprida o clormetiazol en pacientes con cirrosis hepática enólica. Este último es una droga que se ha usado clásicamente en el síndrome de abstinencia, que puede causar toxicidad hepática y necesita una dosis reducida en pacientes con cirrosis[2].
La depresión es un síntoma más frecuente en pacientes con cirrosis que en la población general y los fármacos antidepresivos han demostrado ser eficaces para su tratamiento en el paciente cirrótico. Dados los efectos adversos de los antidepresivos tricíclicos y los inhibidores de la monoamino oxidasa (IMAOs), como el aumento de toxicidad cardíaca, efectos sedantes y estreñimiento, el tratamiento antidepresivo que se prefiere en pacientes cirróticos son los inhibidores de la recaptación de serotonina (ISRS) como la paroxetina y los inhibidores de la recaptación de serotonina y noradrenalina (IRSN) como la venlafaxina. En éste último grupo farmacológico se desaconseja el uso de duloxetina en la cirrosis. Ambos grupos farmacológicos necesitan una reducción de su dosis en pacientes con enfermedad hepática o renal. Su uso en combinación con otros fármacos puede producir un aumento de efectos adversos medicamentosos, por ejemplo, si se asocian con neurolépticos y antiepilépticos, pues puede predisponer a un síndrome serotoninérgico[75], [76] (Tabla 7).
[i] Abreviaturas: IRSS: inhibidores de la recaptación de serotonina; IRSN: inhibidores de la recaptación de serotonina y noradrenalina; IMAOS: inhibidores de la monoamino oxidasa; BZD: Benzodiazepinas; Vm: vida media; B-bloq: betabloqueantes.
En la enfermedad hepática crónica se producen cambios farmacocinéticos y farmacodinámicos que hay que tener en cuenta al prescribir medicamentos en estos pacientes. Dado que no existen métodos de medición de la función metabólica hepática es preciso tener un conocimiento amplio y actualizado sobre la utilización de los medicamentos en la cirrosis con el fin de minimizar los efectos adversos y las complicaciones en esta población.
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